La casa de Aminetu Haidar está situada en el barrio de Zemla, uno de los más humildes de El Aaiún (Sáhara Occidental). Frente a ella, una furgoneta de la policía marroquí y varios agentes de paisano cierran el paso a los periodistas. En el interior de la vivienda, Darya Mohamed Fadel, de 57 años, madre de la activista saharaui, cuida de sus dos nietos, una niña de 15 años y un niño de 13. La mujer repite: "He perdido a Aminetu, pero no quiero perder a los niños".
Djimi El Ghalia, vicepresidenta de la Asociación Saharaui de Víctimas de Violaciones de los Derechos Humanos y amiga íntima de Haidar, ofrece este testimonio a través de un teléfono que se corta continuamente. Es imposible entrevistarse con ella cara a cara, pues las autoridades marroquíes han prohibido trabajar a los enviados especiales de la prensa internacional, con la excusa de que carecen de una autorización escrita del Gobierno de Rabat.
Ghalia relata que los hijos de Aminetu temen recibir en cualquier momento la noticia de que su madre ha muerto. "La mayor se muestra bastante entera, pero el pequeño está muy apegado a su madre y no para de llorar. Tememos por su equilibro psicológico. Aminetu les llama a diario, pero me ha dicho que cuando habla con su hijo se queda muy deprimida", explica.
Vigilancia permanente
Ambos siguen yendo a la escuela. Ghalia afirma que sus compañeros saharauis los consuelan. La niña quiere escribir un llamamiento en favor de su madre y difundirlo a través de la prensa, ya que las autoridades han frustrado su intento de hacer una declaración ante las cámaras de televisión, como pretendía. La presión sobre la familia para que no haga declaraciones es muy fuerte: "Vivimos en tensión permanente, siempre vigilando", resume Ghalia.
En El Aaiún cualquier conato de protesta ha sido ahogado: el despliegue policial es apabullante y los saharauis más significados por su activismo permanecen bajo vigilancia policial. No hay manifestaciones en las calles ni pintadas en los muros. Las terrazas de los cafetines están llenas de hombres ociosos que contemplan el tráfico durante horas. Esa aparente calma sólo se rompe cuando alguien menciona el nombre de la activista Aminetu Haidar. En ese instante las conversaciones se cortan abruptamente y en los rostros aparece el miedo.
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